Tan
pronto como un hombre obtiene la fama, su vida es analizada, descrita,
comentada por todos los periódicos del mundo; y parece que el público
experimenta un placer especial sabiendo la hora de sus comidas, el estilo de
sus muebles, sus gustos particulares y sus hábitos cotidianos. Los hombres
célebres se prestan con mucho gusto a esta curiosidad que aumenta su gloria:
abren las puertas de su casa a los periodistas y el fondo de su corazón a todo
el mundo.
Por el contrario, Gustave Flaubert siempre ha ocultado su vida con un pudor particular; jamás se dejó retratar; y, aparte de sus íntimos, nadie se le pudo aproximar. Fue, únicamente a sus amigos, a quiénes abrió su « corazón humano ». Pero sobre este corazón humano se había instalado desde hacía tiempo, el amor a las letras, un amor tan fogoso, tan desbordante, que todos los restantes sentimiento por los que la humanidad vive, llora, espera y trabaja, habían sido poco a poco ahogados, engullidos en aquel.
« El estilo es el hombre », decía Buffon. Flaubert fue el estilo, y de tal modo, que la forma de su frase decidía a menudo la forma de su pensamiento. Todo en él era cerebral; y no amaba nada, no había podido amar nada que no le pareciese literario. Tras sus gustos, sus deseos, sus sueños, no se encontraba nada más que una cosa: la literatura; no pensaba más que en eso, no podía hablar más que de eso; y las personas con las que se encontraba no le gustaban seguramente excepto que apreciase en ellos a los personajes de sus novelas.
En sus conversaciones, sus discusiones, sus arrebatos, cuando levantaba los brazos declamando con su voz ardiente, quedaba patente que su manera de ver, de sentir, de juzgar, dependía únicamente de una especie de criterio artístico a través del que tamizaba todas sus opiniones.
« Nosotros, decía, no debemos existir; únicamente nuestras obras existen »; y citaba con frecuencia a La Bruyère, cuya vida y costumbres nos resultan casi desconocidas, como el ideal del hombre de letras. Él quería dejar libros y no recuerdos.
Su concepción del estilo responde a su concepción del escritor. Pensaba que la personalidad del hombre debe desaparecer en la originalidad del libro, y que la originalidad del libro no debe proceder nunca de la singularidad del estilo.
No concebía los estilos como una serie de muelas particulares, de las que cada una son propias a cada escritor, y en las que se cuelan todos sus pensamientos; pero creía en el estilo, es decir en una manera única de expresar una cosa con todo su color y en toda su intensidad.
Para él, la forma era la misma obra. Del mismo modo que en los seres vivos, la sangre alimenta la carne y determina incluso su forma, su apariencia exterior, siguiendo la raza y la familia, así para él, en la obra, el fondo fatalmente impone la única y precisa expresión, la medida, el ritmo, todo el acabado de la forma.
No comprendía que la forma pudiese existir sin el fondo, ni el fondo sin la forma.
El estilo debería ser pues, por así decirlo, impersonal, y no tomar prestadas sus cualidades más que de la cualidad del pensamiento, en la fuerza de la visión.
Su mayor característica personal, fue precisamente ser un hombre de letras, nada más que un hombre de letras, en todas sus ideas, en todas sus acciones, y en todas las circunstancias de su vida, un hombre de letras.
Con todo esto, los reportajes en las revistas parisinas no tenían gran cosa que recoger en ese campo donde toda la siega pertenecía al artista.
Sin embargo el hombre aparecía en ocasiones. Busquémosle.
Flaubert odiaba el cara a cara con él mismo cuando no tenía bajo sus manos los medios para trabajar; y como todo movimiento le impidiese pensar en la obra comenzada, no aceptaba cenar en la ciudad, a menos que un amigo le prometiese acompañarlo de regreso a su puerta.
En su casa, en su despacho, en su mesa, e incluso en la mesa de otros, siempre primaba el artista y el filósofo. Pero, en estos regresos nocturnos hacia el domicilio, surgía a menudo en la verdad de su primitiva naturaleza.
Por el contrario, Gustave Flaubert siempre ha ocultado su vida con un pudor particular; jamás se dejó retratar; y, aparte de sus íntimos, nadie se le pudo aproximar. Fue, únicamente a sus amigos, a quiénes abrió su « corazón humano ». Pero sobre este corazón humano se había instalado desde hacía tiempo, el amor a las letras, un amor tan fogoso, tan desbordante, que todos los restantes sentimiento por los que la humanidad vive, llora, espera y trabaja, habían sido poco a poco ahogados, engullidos en aquel.
« El estilo es el hombre », decía Buffon. Flaubert fue el estilo, y de tal modo, que la forma de su frase decidía a menudo la forma de su pensamiento. Todo en él era cerebral; y no amaba nada, no había podido amar nada que no le pareciese literario. Tras sus gustos, sus deseos, sus sueños, no se encontraba nada más que una cosa: la literatura; no pensaba más que en eso, no podía hablar más que de eso; y las personas con las que se encontraba no le gustaban seguramente excepto que apreciase en ellos a los personajes de sus novelas.
En sus conversaciones, sus discusiones, sus arrebatos, cuando levantaba los brazos declamando con su voz ardiente, quedaba patente que su manera de ver, de sentir, de juzgar, dependía únicamente de una especie de criterio artístico a través del que tamizaba todas sus opiniones.
« Nosotros, decía, no debemos existir; únicamente nuestras obras existen »; y citaba con frecuencia a La Bruyère, cuya vida y costumbres nos resultan casi desconocidas, como el ideal del hombre de letras. Él quería dejar libros y no recuerdos.
Su concepción del estilo responde a su concepción del escritor. Pensaba que la personalidad del hombre debe desaparecer en la originalidad del libro, y que la originalidad del libro no debe proceder nunca de la singularidad del estilo.
No concebía los estilos como una serie de muelas particulares, de las que cada una son propias a cada escritor, y en las que se cuelan todos sus pensamientos; pero creía en el estilo, es decir en una manera única de expresar una cosa con todo su color y en toda su intensidad.
Para él, la forma era la misma obra. Del mismo modo que en los seres vivos, la sangre alimenta la carne y determina incluso su forma, su apariencia exterior, siguiendo la raza y la familia, así para él, en la obra, el fondo fatalmente impone la única y precisa expresión, la medida, el ritmo, todo el acabado de la forma.
No comprendía que la forma pudiese existir sin el fondo, ni el fondo sin la forma.
El estilo debería ser pues, por así decirlo, impersonal, y no tomar prestadas sus cualidades más que de la cualidad del pensamiento, en la fuerza de la visión.
Su mayor característica personal, fue precisamente ser un hombre de letras, nada más que un hombre de letras, en todas sus ideas, en todas sus acciones, y en todas las circunstancias de su vida, un hombre de letras.
Con todo esto, los reportajes en las revistas parisinas no tenían gran cosa que recoger en ese campo donde toda la siega pertenecía al artista.
Sin embargo el hombre aparecía en ocasiones. Busquémosle.
Flaubert odiaba el cara a cara con él mismo cuando no tenía bajo sus manos los medios para trabajar; y como todo movimiento le impidiese pensar en la obra comenzada, no aceptaba cenar en la ciudad, a menos que un amigo le prometiese acompañarlo de regreso a su puerta.
En su casa, en su despacho, en su mesa, e incluso en la mesa de otros, siempre primaba el artista y el filósofo. Pero, en estos regresos nocturnos hacia el domicilio, surgía a menudo en la verdad de su primitiva naturaleza.
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